18 diciembre 2010

Y sus labios sobre los míos anunciaban su despedida



Y sus labios sobre los míos anunciaban su despedida…
Me sentí desfallecer, cayendo en un remolino de sensaciones y emociones sin retorno. Vi cómo su mano agarraba la mía, pidiéndome como último favor que no llorara por él, que no mostrara lo que sentía, que no le hiciera ver que yo era su único motivo por el cual quizás se quedaría. Pero mi cuerpo no obedecía, lloraba desconsoladamente al saber que su corazón se iba muy lejos. Mis piernas ya ni siquiera lograban tenerse en pie, y caí sobre el duro pavimento de rodillas, suplicando que no se fuera así, que se quedara a mi lado por el resto de nuestras vidas, de nuestra vida… Mas, sin embargo, él permanecía inmóvil, frío y duro cual piedra, sin apenas mirarme, sin apenas dejarme leer en su mirada que también él me echaría de menos y que jamás me olvidaría.
Lentamente, se agachó hasta colocarse junto a mí. Simplemente, me susurró: “No te quiero, olvídame”. Al instante, palidecí. Comencé a respirar rápidamente, como si aquellas palabras estuvieran presionando mi garganta hasta querer verme morir. Con los ojos abiertos, las lágrimas deslizándose sobre mis mejillas, la boca temblándome, lo miré a los ojos y no pude evitar gritarle: “¡Mentira! ¡No me cuentes mentiras! ¡Sabes tan bien como yo que me amas!”. Pero mis palabras parecieron no afectarle. Únicamente respondió: “Si de verdad te quisiera, ¿tú crees que me iría?”. Se dio cuenta de que aquello me había dolido, me había dolido de verdad. No se trataba de cualquier discusión como las que pudimos tener: me estaba dejando, se iba lejos y no iba a volver, nunca. Esa rabia que había estado conteniéndome, se desencadenó, y le pegué en la cara. Jamás había pegado a nadie. Me sentí fatal por haberlo hecho, lo amaba, y le pedí perdón. En su lugar, en vez de largarse de aquel lugar inhóspito, permaneció a mi lado y, de repente, me abrazó. Con hilo de voz, me dijo: “¿Pero cómo no te voy a querer, tonta? Te amaré el resto de mis días, pero tengo que irme para siempre”. Y sus labios sobre los míos anunciaban su despedida… Y llorando, se levantó rápidamente y se fue.
No volví a saber de él. Nunca supe el verdadero motivo por el cual se fue. Nunca supe de su vida, de qué le había deparado el destino, de dónde estaba.
Y allí permanecí mucho tiempo, instalada en los recuerdos tan maravillosos que con 17 años viví junto a él: excursiones, risas, besos, abrazos… Lo que más eché siempre de menos fue simplemente su compañía, el saber que pasase lo que pasase él iba a estar ahí. Pero las cosas cambian. Ahora, pasados justamente hoy cinco años desde el momento de su partida, ya nada iba a ser como cuando era una adolescente. Había madurado, había pasado por más experiencias, había visto la vida desde otros ángulos. Pero ahora que veo las cosas con mucha más claridad, soy consciente de que mi verdadera felicidad se quedó junto a él, jamás conseguí amar tanto a otro hombre, jamás. Nunca logré superar aquello, ni pretendo hacerlo, pues si no puedo pensar en las cosas buenas que viví, ¿qué me queda? Pensar en un futuro incierto, temible, y con la pequeña esperanza de volver a verlo algún día, simplemente para saber qué tal está. Quizás mis plegarias sean escuchadas por alguna especie de dios extraño que pueda mover los hilos de la vida y permitir que me reencuentre con el amor de mi vida, con mi verdadero y único amor.
Mientras tanto, sigo aquí, escribiendo viejas memorias de la chiquilla que un día fui y me gustaría volver a ser, con un cigarro en la mano mientras veo el amanecer. Hacía tiempo que no veía amanecer. Es precioso. Esto me hace pensar… siempre recordaré una de sus frases en los momentos románticos: “Cuando el sol deje de brillar cada mañana, cuando la lluvia deje de acariciar tu rostro, cuando tu mano no quiera coger la mía… sólo entonces dejaré de quererte. No lo olvides, mi pequeña: te amaré siempre”.




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